Venas Rotas Blog
17 de mayo de 2020
 Ya no odio las tiendas de discos...creo.


Triste historia de un fracaso por: Carlos Castillo
"No odio las tiendas de discos, ya no al menos, tampoco es que me emocione hasta las lágrimas entrar a una, de hecho aún se me retuercen un poco la tripas cuando lo hago, pero no son las tiendas en sí, es la historia de fracaso –mi fracaso- la causante". 
 

No odio las tiendas de discos, ya no al menos, tampoco es que me emocione hasta las lágrimas entrar a una, de hecho aún se me retuercen un poco la tripas cuando lo hago, pero no son las tiendas en sí, es la historia de fracaso –mi fracaso- la causante.

Año 93, en alguna colonia de Naucalpan, Edo. Méx. si querías un disco o cassette había dos opciones, tiendas de autoservicio como Gigante o Aurrera, o el bazar de Lomas Verdes que además era el punto de encuentro para muchos de los adolescentes que buscábamos en que ocuparnos al salir de la secundaria, sobre todo cuando no había dinero para las maquinitas.

Éramos 5 o 6 los que solíamos reunirnos en el bazar, fue en el estacionamiento donde aprendí a fumar, entre otras disciplinas propias de la secundaria.

Una tarde al regresar del bazar uno de mis amigos sacó del bolsillo delantero de su sudadera de jerga una cajetilla de cigarros importados que había robado de un local, la exhibió triunfalmente mientras reía a carcajadas, los demás lo miramos con asombro por la audacia del robo, para mí era nuevo lo de la desobediencia social que me revelaba aquel muchacho con su robo, se me abría un mundo nuevo que no estaba regido por las reglas de papa y mamá.

Mi fascinación se incrementó al ver el reconocimiento que los demás dieron al infractor cuyo robo nos proveyó de cigarros para la tarde, cigarros gringos que en esa época eran poco comunes y caros igual que chocolates americanos como los Milky Way.

Quise ser partícipe de esa rebeldía adolescente, pero si quería ganar el reconocimiento y aplauso de mi grupo debía superar el nivel de temeridad de aquel muchacho.

Pronto hallé el que creía sería el trofeo perfecto, Iron Maiden acababa de estrenar el Fear of the Dark y había un gusto generalizado por la banda, aunque a mí lo que me acercaba a su música era más el deseo de pertenencia a mí grupo de amigos,  así fue que decidí que debía robarme del bazar el más reciente álbum de Iron Maiden.
 


Nunca había robado nada en mi vida y me daba miedo ser atrapado, pero también quería ganarme mi lugar en el grupo, por lo que armé un plan: Compraría anticipadamente el cassette, esperaría a que volviéramos a ir al bazar, daría una vuelta por el local de música al fondo del bazar, y una vez afuera mostraría el falso botín declarando que lo había robado, era el crimen perfecto al no haber delito que perseguir pero si uno que presumir.



 

Ilustraciones de Fatima Nozano


Con un par de semanas de ahorro, y con un sabio manejo financiero de mi parte sobre los cambios en los mandados a la tienda que me encargaba mi mamá logré comprar el Fear of the Dark.

Otra tarde fui por mi cuenta al local de música que era atendido por un muchacho, tal vez de unos veintitantos quien me miraba con recelo mientras curioseaba entre la mercancía exhibida en los muros del local, él portaba un mohawk (como después me enteré se llamaba ese peinado) y una playera sin mangas que le permitía lucir sus brazos tatuados.

Yo estaba nervioso ante la posibilidad de que alguno de mis amigos pudiera estar casualmente en el bazar y me viera haciendo mi compra, lo cual arruinaría mi plan, así que para no perder más tiempo dije sin rodeos: “véndeme este” mientras señalaba un cassette envuelto en celofán cuya portada mostraba a una criatura emergiendo de un siniestro árbol, con una luna llena de fondo y la leyenda “Fear of the Dark” a sus pies.

El encargado del local tomó el cassette y verificó el precio escrito en etiqueta adherida a la envoltura, “cuesta 180,000 pesos o 180 nuevos pesos como se dice ahora”, me dijo, pero el dato yo ya lo sabía al ser la compra parte esencial de mi plan, y para no perder más tiempo respondí de manera tajante: “si, ya sé, ahí trae le precio”; el vendedor me respondió sólo con una sonrisa forzada y metió el cassette en una bolsa de plástico que me entregó a la par que yo le daba el importe exacto de la compra; me alejé imaginando cuan elogiado sería cuando los demás vieran el cassette; me sentí toda una mente maestra criminal. Días después, al salir de la escuela acordamos ir al bazar, el día cero había llegado.

Ya en el lugar, caminaba con el cassette en mi bolsillo, pero sabía que para hacer más creíble mi actuación debía darle un poco de teatralidad al asunto, y en un momento de distracción del grupo oculté el cassette debajo de la playera por detrás de la hebilla del cinturón, según yo porque los delincuentes ocultan ahí sus instrumentos criminales o sus mal habidos botines.

Llegamos 2 o 3 del grupo al local de música, los demás estaban desperdigados en los pasillos, miré con desinterés la mercancía, sólo debía esperar un poco para presumir mi robo-no-robo, “un plan a prueba de errores” me dije a mi mismo mientras comencé a alejarme del local.

Había dado un par de pasos cuando una mano sujetó mi hombro con demasiada energía como para ser amigable, una voz vagamente familiar me preguntó qué era lo que traía oculto en el pantalón, era la voz del vendedor con el mohawk y los tatuajes, y quien en un tono lo suficientemente alto para atraer la atención de las personas alrededor denunció: “¡Este muchacho se está robando algo!”; me paralicé de nervios, varias personas comenzaron observarnos, ante los nervios respondí torpemente “No me estoy robando nada, el cassette es mío”, alcé mi playera y extraje el cassette esperando que al verlo mi captor recordara la venta de un par de días atrás, pero la acción pareció más confirmar mi culpabilidad.

¿Qué argumento podría justificar que un muchacho tuviera guardado en una zona tan incómoda un cassette musical?... Todo estaba perdido. El vendedor me arrebató el cassette mientras yo insistía que se lo había comprado días antes, él continuó con su único y mejor argumento: “¿ah si, y por qué lo tienes ahí escondido si lo podrías traer en la bolsa del pantalón? ¡Te lo estás robando y ahora lo tienes que pagar”, sentenció.

Pude haber intentado explicar mi plan, pero no hubiera sonado ni medianamente creíble, y menos ante un vendedor ventajoso que vio en mi predicamento la oportunidad de una ganancia, al ser la costumbre cuando sorprenden a alguien robando, obligarlo a pagar lo sustraído o llamar a la policía.
 

Varias personas nos miraba y cuchicheaban entre sí; mis demás amigos llegaron preguntando qué sucedía, el vendedor, en tono amenazante, reiteró que me había agarrado robando; el personal de seguridad del bazar también apareció, el vendedor me soltó el hombro, e insistir que había realizado la compra días antes ya no era opción ante la presencia de mis compañeros, preferí ser inculpado a explicar un plan que sonaría patético.

Me acerqué a mis amigos y les pedí dinero bajo la promesa de pagarles lo antes posible, pero ni entre todos juntamos la cantidad suficiente, faltaba poco menos de la mitad, me acerqué con el dinero y ofrecí traerle lo faltante después, que incluso podía quedarse con el cassette por mientras, pero lo que aquel vendedor lo que quería era chingar; “Y por qué no llamas a tu casa y que te traigan el dinero” sugirió con vileza, pero me negué firmemente argumentando que mi familia llegaría hasta más tarde a casa: “Entonces llamamos a la patrulla” reviró al notar que aún quedaba algo de dignidad en mí, mis amigos comenzaron a mirarse entre sí, uno de los guardias de seguridad se acercó al vendedor para decirle algo en voz baja, supongo que le sugirió dejar ahí la situación, la presencia de patrullas al interior del bazar les daba mala imagen, por lo que el vendedor impuso una última opción: “Entonces déjenme sus relojes y cuando traigas el dinero faltante te los regreso”; volví con mis amigos y les pedí sus relojes, algunos accedieron de mala gana pero ya no querían perder más tiempo ahí, entregué 5 relojes de pulsera y el dinero recolectado, y al fin pudimos salir del bazar.

Mientras Caminábamos de regreso se instaló un prolongado y tenso silencio, hasta que uno de mis amigos, el que había robado la cajetilla de cigarros, dijo al fin: “chale güey, te la mamaste”; no supe que decir, traté de hacer algún chiste para suavizar la situación, pero ninguna idea me llegó, miré el rostro de los demás pero todos esquivaron mi mirada.

Llegando a mi calle reiteré la promesa de pagarles su dinero y recuperar sus relojes, algunos de ellos se fueron sin despedirse de mí. Por la noche confesé el asunto a mi madre para conseguir el dinero y recuperar los relojes, y aunque insistí en resolverlo yo mismo al día siguiente me obligó a que fuéramos juntos por los relojes al bazar, creo que quería confirmar mi historia y ver con sus propios ojos cuan patético era su hijo al meterse en una situación así tan sólo por la aprobación de sus amigos.

En el local de música mi madre pagó y recogió los relojes, estaba furiosa e hizo que saliéramos de ahí en cuestión de minutos dejando, incluso, con el mezquino vendedor el cassette que se pagó dos veces. En casa mi madre me aclaró, no sin una que otra explicativa bofetada, que lo que más le dolía era que mi necesidad no era de cassettes de música, sino de algo más burdo, de aceptación de otras personas.

Esa es la historia, supongo que podría decir que aprendí algo de todo esto, pero eso no tiene la menor importancia, en todo caso lo importante es aclarar que sí me gustan las tiendas de discos, y que creo que sólo hay 2 tipos de lugares que sirven como parámetro de medición del grado de civilidad de una localidad: las tiendas de discos y de comics; pero es sólo cuando entro en las primeras que se me retuercen un poco las tripas, supongo que es por eso mismo que nunca he escuchado el Fear of the Dark de Iron Maiden.

Carlos Castillo, esperen su novela